El debate se puso sobre la mesa con el nacimiento del dogma 95. Lars Von Trier y Thomas Vinterberg idearon un manifiesto, del cual ahora no vamos a hablar más allá de su poca originalidad, y que fue tan efímero como caduco. De dicho manifiesto surgieron, entre varias películas, dos obras, una de cada cineasta, que fueron el epicentro del movimiento dogma 95 a mediados de los noventa. Más allá de la dudosa "autenticidad" de los planteamientos, y la poca rigurosidad con los que fueron aplicados, hay que admitir que estos dos cineastas se convirtieron en dos iconos de una nueva cinematografía. Celebración (Festen, 1998) y Los idiotas (Idioterne, 1998) fueron dos obras rabiosas que, a modo de revulsivo, abrían el medio digital a las salas cinematográficas. Obras que con el tiempo siguen vigentes, pero que en cambio, con el paso de los años, ha ido tratando peor a sus autores, dando a entender que quizá fueron creaciones surgidas del momento y no del genio. Esta semana se estrena en nuestro país el nuevo film de Thomas Vinterberg, Submarino (2010).
La vida es dura para estos dos hermanos.
Nos encontramos ante una película catártica en clímax constante y con ganas de hacernos probar la bilis de la vida. Tanta acidez de boca acaba por cansar, la verdad. Las amarguras y calamidades de dos hermanos que no salen del pozo personal de donde vienen, son tan constantes y excesivas que apabullan las necesidades del espectador. Quizá hay personas que disfrutan confundiendo que el exceso de drama es una dosis de realidad, pero hay que tener en cuenta que no es mayor realidad que los manierismos y ejercicios maniqueos que un director utiliza para provocar emociones. Es cierto que existen alcohólicos y yonkies (y seguramente con dramas superiores a los que se muestran en Submarino) pero hablamos de realidades, y no de una construcción para que el público burgués crea que se acerca un poco más a la verdad de la vida dibujada, en este caso, como miseria.
Escena de alegría momentánea de Submarino.
Prácticamente no hay discurso crítico, no social, ni político. Vinterberg se ampara en la distancia del discurso para dejar que el espectador saque sus propios conclusiones en un relato que no tiene, lo que no impide, por otro lado, que su director se preocupe por embellecer las imágenes y utilizar el sonido, el montaje y la puesta en escena para fortalecer la pseudoempatía con el dolor y la tristeza. Tanto de tanto que al final nada de nada.
Fernando Pomares
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