Las valoraciones que se realizan para determinar que producciones artísticas son manifiestamente interesantes para el público caen irremediablemente en categorías llegando a confusiones y equívocos. Estilo, evocación, narrativa, estructura, sentimientos son conceptos que el público debe valorarlos cuando se aproximan a una creación artística porque pertenecen a su condición de espectador, pero no deben ser características que marquen el valor de la obra porque son simplemente la base donde se sustenta una idea, el material que utiliza el creador para exponer sus grandes obsesiones.
El cine no escapa a este problema. Hay una especie de mano que asigna como aceptable películas que tan solo son entes en sí, buenas realizaciones estílisticas o narrativas , pero que escapan a una consideración real de lo que debería ser una creación fílmica. Entender el cine como una serie de películas que estructuran y codifican la idea de sus directores sería un punto de partida interesante porque aplica en su valor la conciencia creadora del autor. De esta manera nos han presentado filmografías de grandes directores que las entendemos como tal, más allá del simple gusto por una sola de sus películas; directores que han sabido exponer todas sus obsesiones acompañadas de una gran habilidad narrativa y formal. Pero también hay directores, magníficos artesanos, que no han sido grandes evocadores de imágenes, pero en su filmografía se visualiza una tendencia sugestiva hacía una idea que se presenta como obsesión constante.
En este último caso cabe la figura de John G. Avildsen. Director que inició la carrera a finales de los años 60 y que se afianzó en los 70. Fue un director que trabajó exclusivamente bajo la batuta de la industria sin ninguna pretensión de independencia, haciendo un cine de narrativa coherente, estilismo clásico y de temática social. Su última película, Inferno, con Jean-Claude Van Damme en 1999 desterró completamente a Avildsen al olvido más rotundo. Es así como poco se conoce que fue el director de la magnífica Rocky I (1976) y de la espléndida saga de Karate Kid, películas que por sí abandonaron a Avildsen e hicieron a sus protagonistas (Rocky Balboa, Miyagi, Daniel Larusso) valedores de su existencia.
El valor de Avildsen no está en haber hecho películas que se mantienen en la memoria colectiva, sino que supo afianzar en su cine la idea de una conciencia creativa. No hace falta tener una independencia creativa, aspecto tan valorado en el mundo del cine, para exponer un mundo personal, sino que incluso trabajando para la industria se puede crear una filmografía coherente con las obsesiones personales que definen al director. Y en John G. Avildsen hay una idea que se repite constantemente en sus películas, la empatía. Sus personajes están expuestos a conflictos que hacen de sus vivencias un drama constante y el impulso que motiva la superación de estos conflictos viene de la existencia de un colectivo que ayuda al personaje a no intervenir solo. La empatía colectiva desdramatiza los confusos sentimientos del protagonista ante situaciones que le superan y hacen de estos sentimientos impulsos coherentes que motivan acciones correctas. Es por eso que los personajes de Avildsen no tienen una profunda evolución dramática.
Explicar la idea de la empatía en imágenes puede ser un problema si no se tiene la percepción real de cómo se quiere narrar. Aquí radica el valor de John G. Avildsen, en saber codificar con los instrumentos narrativos del cine la idea que define su conciencia creadora. Sabe percibir de una manera concisa cuando un plano general desdramatiza la acción, cuando un enfoque a segundo plano sugiere el desapego en un espacio lleno de gente, como una voz de un personaje secundario en fuera de campo participa directamente en una escena amorosa, cuando una escena poco iluminada esconde un conflicto entre dos personas para que el espectador no participe directamente de él. Pero hay un aspecto que hace de Avildsen un creador admirable, la utilización del espectador como agente activo de la desdramatización. Hace sentir empatía a los espectadores, no solo por los personajes de sus películas, sino también por como participan unos de otros creando una interrelación activa y directa entre película y espectador.
En una entrevista realizada a John G. Avildsen como motivo del 25 aniversario del estreno de Rocky I le preguntaron cómo realizó el combate respondiendo: “Queríamos tener las cámaras fuera del ring y recorrer las cuerdas casi todo el rato porqué así es como vemos una pelea”. Tal vez aquí radica el valor de John G. Avildsen.
Alejandro Lema
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